02 noviembre 2010

Es la abstracta fragilidad que siento cuando escucho tu nombre o recitas algún fragmento de cualquier libro y te miro los labios como si pudiera ver cómo se dibujan las letras que salen de tu boca en ellos. Es eso lo que me taladra el subconsciente. Y luego imagino que te la muerdo y me quedo a vivir en ella, y nunca te lo he dicho pero siempre he estado convencida de que adoro el conjunto de tus dientes blanquísimos con el rosa de tus mejillas y el contraste visual que provocan. Y querer robarte un beso, una vez más, se convierte en una misión cada vez más obcecada pero complicada al mismo tiempo. Me matas a confusión. Hace tiempo que no nos sentamos en un banco a compartir palabras, o silencios, que a ti y a mí siempre nos resultaron menos incómodos, porque siempre fuimos al revés que todos los demás. Supongo que era todo lo que teníamos que decirnos: nada. Y aquella era la mejor forma de entendernos, tratando de adivinar durante esos prolongados abismos temporales el qué hacer con el silencio del otro, imaginando qué nos estaría diciendo si tuviese intención de mediar alguna palabra, al menos. Pero nada, parece que se atranquen en medio de la garganta y se torne casi imposible el mero hecho de dejar que se deslicen dos simples palabras tranquilizadoras por entre tus finos labios tan repletos de límites... Y en el fondo nos da igual.


Porque hoy tengo más ganas de quererte que nunca, y ni siquiera sé si existes. O si tienes nombre y apellidos y si fumas más de un paquete diario de tabaco o si tienes donde caerte muerta. Que nos lleven los demonios. Tengo más ganas que tus ausencias, y eso es una gran putada. Te estoy queriendo a la inversa.

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