24 noviembre 2012

Toda literatura es pura supervivencia.









En ocasiones reaparece tu beso,
la mano heladora de la muerte que se posa en mi espalda
y me empuja a que dejemos la vida pausada en este otro instante,
un poco más herido que todo pronóstico anterior.
Que me subirás al edén de la ciudad,
marcando con un pacto de sangre sobre un mapa otros tantos lugares 
a los que, con un poco de suerte, me llevarías montada en tus caderas.

En ocasiones me alcanzas con tu beso,
impulsado por esa rabia que te conmueve y acecha
cada mañana solitaria
o en cada vértigo alternativo.
Cuando esas sábanas blancas y esas vistas
y esas paredes como cárceles y esta mirada desgastada y ese café amargo
te parecen tan tristes como cualquier domingo del año.

En ocasiones huyes con tu beso,
cuando te declaras sufridora profesional 
desde mil novecientos noventa y siete. 
Desde que usaron trescientos millones de excusas contigo
y apagabas cigarrillos en la palma de tu mano derecha para sentir,
porque no era suficiente resignarse a esperar a que tu esencia algún día fuera agua
o emergiera azul y equilibrada de tus ojos.

En ocasiones tu beso también huye,
porque decide que asomarse hacia adentro es la única forma de salvarse
y que ya sé que agarrar oportunidades a veces da tanto miedo
como revolcarse en tu pelo y hacerse un nido en el altar
y en el homenaje que le rindes a mi cuerpo
cada vez que te asalta la duda de si soy tu veleta o tu viento, y piensas 
quizás esta vez no sean malos tiempos para los soñadores. 

Y sí,
en ocasiones buscas mi beso
y eres tan tú.

Y siento real esa revolución que implantas y arremetes contra mí, haciendo mella con toda esa concentración de excusas, de idas y huidas, de actitudes viscerales, de tus once vidas diferentes en las que estableces normas que rigen toda esa institución que supone tu arte ambiguo de dolerse por dentro e inmolarse en cada curva de piel vulnerable sobre la que llueves en cada instante paulatino de tiempo, cuando ansias el regreso de los momentos en que aún exhalabas conformismo y sentías que, aunque eras luz tildante y endeble, seguías amaneciendo con prisa buscando melodías en mi cuerpo, remoloneando en cada amanecer en que tu espalda y tu beso y tus sábanas seguían siendo mi guadaña, mi tragedia y mi necesidad, mi sentencia de muerte.





1 comentario:

  1. Esta tarde de sábado es tanto tanto como cualquier domingo del año.

    Tristeza gris.



    Pero los domingos suceden las mejores casualidades...

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